BIOGRAFÍAS

EL POZO DE LAS NOVIAS

            Nací hace 78 años en este pueblo y en esta misma casa, que en 1920 constaba de una sola planta y no tenía todavía el huerto, que le añadí yo a la muerte de mis padres. Ese huerto con un pozo que, entonces ya como ahora, estaba cubierto por una puerta levadiza de madera con asa de hierro para evitar que se cayeran los niños sin querer.

            En esta misma calle vivían dos chicas de mi edad, Concha y Esperanza, y los tres jugábamos mucho juntos, aunque lo que más nos gustaba era inventar historias sentados entre los chopos del pozo. Nos intrigaba ese lugar porque se decía que allí se había tirado un día una mujer ataviada con su vestido de novia y jamás encontraron el cuerpo. Los viejos del pueblo afirmaban, además, que el pozo no tenía fondo y que podías lanzar una balsita de corcho y aparecía en el Guadiela, a diez kilómetros de distancia. Nosotros nunca tuvimos ocasión de comprobarlo, pero creo que de entonces me viene a mí la afición por la espeleología, para la que sobran encantos en esta tierra tan rica en simas que casi parece hueca por dentro, tantos son los túneles y pasadizos naturales que quiebran su esqueleto.

            De los tres, Concha era la que más fantasía mostraba para eso de los cuentos, pues mientras Esperanza y yo no pasábamos de los príncipes encantados, y aun eso con mucho esfuerzo, ella era capaz de poblar las entrañas de la tierra de monstruos horrorosos pero felices o seres maravillosos de otros planetas, lo que no era hazaña pequeña en aquellos tiempos. A fuerza de oír sus historias acabamos por creer que la mujer que se lanzó al pozo había encontrado dentro un mundo feliz, ya que, como decía Concha, los barquitos aparecían en el río porque allí era adonde querían ir, pero las novias no. Las novias también querían ir a algún sitio, pero no era al Guadiela.

            La niñez pasó deprisa y, cuando cumplimos doce años, a mis amigas les prohibieron seguir jugando conmigo porque ya eran mocitas y no estaba bien visto. Por entonces dejé yo la escuela y empecé a trabajar en el campo con mi padre, pero las miraba con envidia cuando iban juntas a la fuente o paseaban los domingos por la carretera.

            Yo tenía pocos amigos y ninguno me atraía como ellas, así que compré una linterna y una soga y empecé a dedicarme a explorar pozos. El nuestro, pues yo lo consideraba así, era uno de mis favoritos. De sus paredes salían varias galerías que no pude recorrer más allá de unos cientos de metros, pero en el túnel que partía del fondo, y donde el agua sólo llegaba hasta la rodilla, encontré un día un vestido de novia roto y los restos de un esqueleto.

            No sé por qué me callé el hallazgo; quizá porque andaba medio enamorado de Concha aunque, tímido como era, no le había dicho aún nada, y destruir sus ideas románticas no me pareció la mejor forma de iniciar el cortejo.

            Poco después me fui a la mili, a Ceuta, y tuve tiempo de pensar en lo tonto que había sido al no atreverme a hablarle antes de mi partida. Una falta de valor que lamenté siempre, pues cuando volví, más de dos años después, Esperanza y ella ya no paseaban por la carretera con las mocitas, sino que pelaban la pava con José y Paco en la puertas de sus casas, a poca distancia de la mía.

            Al año de casarse se fueron las dos a Madrid, donde sus maridos entraron a trabajar en una fábrica huyendo del arado, y ya sólo venían por aquí en las fiestas de septiembre o en Navidad. Yo permanecí en el pueblo, un poco por inercia, pero también por mi afición a los pozos y simas, que seguí explorando hasta conseguir hacer un mapa bastante decente de estos alrededores, mapa que me enorgullece decir que todavía no han mejorado los espeleólogos de ahora a pesar de sus equipos modernos.

            Una noche, hará unos veinte años, Esperanza llegó sola a su casa y al día siguiente me contaron en el bar que se había divorciado de su marido. Como era de suponer, en un pueblo que vivía su primer divorcio y donde hacía tiempo que ya sólo quedábamos hombres solos y ancianos, el hecho se comentó mucho, acompañado de los chistes y risitas que utilizan los solterones lugareños para desagraviar su soledad.

            Tres o cuatro noches después, me disponía a acostarme cuando capté por la ventana un reflejo blanco. Apagué la luz y me acerqué al cristal. Lo que vi me dejó de piedra y tardé en reaccionar. Esperanza, ataviada con su vestido de novia, se había colado en mi huerto y levantaba con esfuerzo la tapa del pozo. Cuando pude moverme, bajé corriendo las escaleras, pero ella se lanzó al agujero antes de que yo llegara a la calle.

            Mis gritos hicieron salir a la gente y yo me empeñé en bajar al pozo, pero, por desgracia, aquel otoño había llovido mucho y las aguas subterráneas habían hecho subir su nivel. Aunque bajé hasta cinco veces, las tres últimas con ayuda de la Guardia Civil, no conseguí encontrar nada y tuve que desistir.

            Al día siguiente llegaron equipos de rescate profesionales, que buscaron durante tres días, sin resultado. Concha, sin duda avisada por la familia, había venido también y no se apartaba del borde del pozo desde donde seguía con afán la falta de progresos. Una de las veces en las que yo me disponía a bajar en solitario, capté su mirada ardiente y adiviné que pensaba en nuestros cuentos de la infancia y supe, aunque no lo supiera ella, que no deseaba que encontráramos a Esperanza.

            Al cuarto día, un miembro del equipo halló el vestido de novia. Concha se lo arrebató de las manos con ansia y confirmó que se trataba del de su amiga. Todo el mundo se acercó a verlo y tocarlo y tratar de explicar cómo era posible que el vestido hubiera salido solo del cuerpo.

            Nadie pudo aclarar el misterio, pero yo miré a Concha, vi que sonreía y adiviné que creía todavía en el poder mágico del pozo. Me alegré por ella, aunque yo ya no compartiera su creencia. Y no fue ése mi único motivo de alegría, pues Concha empezó a pasar desde entonces veranos enteros en el pueblo; incluso arregló su casa, y salía a menudo, a veces con su marido y otras sola, a sentarse conmigo en el huerto, donde pudimos reanudar, en el umbral de la vejez y a salvo ya del qué dirán, lo que fue para ella una amistad entrañable y para mí el único amor intenso que he conocido.

            Pero pagué cara esa alegría, que todavía purgo hoy y purgaré mientras viva, ya que, hace tres años, Concha siguió los pasos de su amiga y al día siguiente de la muerte de su marido se arrojó al pozo con su vestido de novia. Dejó una nota detrás:

            "No sufráis por mí. Sé que me esperan".

            No hace falta que diga, porque lo sabe todo el pueblo, que no se encontró su cuerpo. Pero lo que no saben es que yo la vi también desde mi casa, pero no avisé a nadie porque antes tenía que bajar al pozo, cosa que ya me resultaba cada vez más difícil, y enterrarla en la misma galería en la que oculté hace veinte años el cuerpo de Esperanza en mi última bajada en solitario. Me dolió mucho quitarle el vestido a Concha, pero necesitaba que apareciera para mantener viva la leyenda del que por aquí llaman el pozo de las novias y que yo sé que, para una de ellas, y tal vez para las tres, fue, sobre todo, el pozo de los sueños.

 

LICENCIADA EN CIENCIAS DE LA INFORMACIÓN, RAMA PERIODISMO, POR LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.

CAMBRIDGE PROFICIENCY ENGLISH CERTIFICATE, POR EL HAMMERSMITH AND WEST LONDON COLLEGE DE LONDRES.

VIVÍ EN LONDRES DE 1980 A 1987 Y EMPECÉ A TRADUCIR PROFESIONALMENTE EN MADRID EN 1989.